domingo, 30 de agosto de 2020

Agridulce Playa

Agridulce playa

A mi amigo Javier Megino…

Aún no había deshecho la maleta cuando desplegando la antena hacia el mundo encuentro tus siempre analgésicas palabras contra todos los dolores que suelen aquejarmos.

Llego a las vacaciones como tú mismo, con los ojos muy abiertos y prestos a ver todos los posibles efectos secundarios que el tsunami epidemiológico ha producido en la costa.

Y allí donde tú mirada sólo ha podido ver un exceso de africanos (no sabría encontrar otra palabra tan politicamente correcta) que no han podido pasar el Estrecho, un servidor, a más a más, como dicen por Collserola, permíteme contarte otras cosas vistas, porque soy un maniático ser de disciplinada vida que a falta de barco, todos los días se suele montar una peculiar y bicicleta singladura de pobre, desde Sant Salvador a Vilanova, en la que aparte del saludable rocío del amanecer, disfruta contando todas las estelas del camino. Ya sabes, los médicos siempre con la obsesión del termómetro para medir la temperatura de las cosas.

Pues bien, en mi último contaje, allá por el pasado otoño, sumé casi unas 375 en la primera línea de playa, porque volviendo por el interior, donde el sencillo pueblo de Dios suele estar más en la física del estómago que en eso de la metafísica de la mente, las cosas «simbólicas», vaya, que diría aquél hombre de triste memoria, el que pasó de Mas a Menos.

Mi peculiar entretenimiento y hasta sarcástica diversión, el ir descubriéndolas entre todo el clamoroso silencio de la mayoría «de los otros», los que sin estelada alguna en sus balcones, preferían ver mejor el mar, mientras sonrientes, paciente y sabiamente, preferían esperar a que la fiebre del resfriado ajeno remitiese poco a poco, aunque yo, a mi vez, no pudiera desterrar al verlas, mi eterna pregunta… ¿qué será de todos nosotros, si toda esta gente saca algún día adelante su totalitario proyecto?

He contado una y otra vez sus estelados balcones, los escaparates de sus pretendidos y diferenciadas almas y cerebros. Las arrogantes banderas de la diferenciación, cuando no iguales al vecino de arriba, el del ático más situado y poderoso.

Ondeando ellas casi tan alegremente como aquella alegría republicana de aquellos primeros meses de nuestra incivil guerra, con todos sus ciegos simpatizantes celebrando el que, en adelante iban hasta a poder atar los perros con longaniza y hasta a inundar España con Freixenet si falta hiciera ebrias de emoción, las diferenciadas banderas, las del «nosotros no somos ellos», porque aquí no tan siquiera sabríamos decirle nada sobre el 3% ni siquiera opinar sobre la banca Andorrana esa tan famosa y próxima.

Esta mañana, les decía, he vuelto a contarlas y, así como en los hospitales ingleses los relojes y corbatas están prohibidos como fuentes de contagio posibles, ahora, a la costa ha debido de llegar la prohibición no declarada de su desaparición, porque he contado sólo un par de docenas en el trayecto de marras.

Así es que ya, liberado del peso de llevar la cuenta, me he permitido poner el coco en las cosas importantes que al hilo de lo hilado iban surgiendo, porque los que no somos nada nacionalistas, siempre estamos con eso de Sergio del Molino, con que «no vemos más que problemas y peros y monstruos en el nacionalismo’. Algo equivalente para un médico, como verle las pupilas muy dilatadas y sin reaccionar a un enfermo, vamos.

Y también me ha llegado otra sosegante reflexión Orwelliana al respecto, «el pacifismo se funda ampliamente en esta creencia: no opongáis resistencia al mal y este de algún modo se destruirá a sí mismo».

Las banderas, en suma, tan emocionalmente enriquecedoras han desaparecido, por culpa de un virus cabroncete, pero que cuál si se tratara de un mágico Tedax (desactivador de explosivos) tenemos que agradecerle, si algo hubiera que hacer por él, el haber desactivado la bomba enterrada desde la guerra de Secesión, allá por la noche de los tiempos.

Lo anterior, Javier, la parte dulce de la playa, aunque tras encerrarla en alcanfor y baúles, haya podido dejar una pobre herencia de enemistades y distanciamientos familiares. ¡Menudo negocio! El pastel del ataque de realidad aguda, regalo del puto bicho.

Ay, qué dolor, ver a tanta gente quejándose de la injusticia de que no les dejarán votar, con la misma vehemencia con que mi paciente y amigo Eleuterio se queja de que no le permitan conducir a sus 87 añitos.

Y, me doy cuenta, amigo, de que yo también, seducido por las esteladas, no he dejado papel para las otras cosas agrias de «la playa de los nuevos tiempos», con sus gordos/as en proporciones casi USA, sus distanciamientos y cosas que dejó para mejor ocasión.

Permíteme acabar con Orwell…»los intelectuales son quienes más alzan la voz contra el fascismo, pero una buena parte de ellos se abandona al derrotismo en cuánto comienzan las dificultades», mientras otro querido autor, más de casa, J.Pla podría también decir más o menos, no recuerdo bien…»confundir la política con la poética, no es una confusión, es una estafa. Pues eso.

Un abrazo y feliz verano a todos los amigos de Espanya i catalans.

Luis Manuel Aranda – Médico Otorrino

 

Residencias de Mayores

RESIDENCIAS DE MAYORES

In memoriam… de nuestro querido padre. 

Mucho fue lo que tuvieron que sufrir nuestros queridos padres, cuando aún no repuestos de su incivil guerra, se encontraron con la papeleta de tener que sacarnos adelante sin apenas nada, sin tan siquiera poder permitirse el menor descanso; pero supieron ir sobreviviendo y creciendo con la dignidad necesaria, sin atormentadores deseos de vacación alguna, con el único anhelo de ver crecer a los hijos, costase lo que costase la inversión en privaciones propias.

Fue el caso de los míos, como tantos otros. Pero un buen día, la tensada cuerda de la vida acabó rompiéndose, de forma que mi buen y esforzado padre, no solo comenzó a perder la cabeza, a odiar cosas y convenciones aceptadas hasta entonces, sino que, inevitablemente, con su comportamiento hacia los demás, nos demandó su ingreso en una residencia. Y comencé a preguntar por Huesca dónde había el mayor respeto, buena comida, clima hogareño y servicios que nos descargaran de la mala conciencia que la tragedia familiar nos estaba exigiendo resolver lo más humanamente posible.

Comenzaba el siglo, sin la oferta actual de plazas público-privadas. Solicité cita en las Hermanitas de los hermanos desamparados, hoy ya sin el rimbombante nombre tan preñado de marketing. El día del encuentro le dije: “Padre, ponte galas de necesitado, no te arregles mucho para mejor invitar a la conmiseración. Y, además esgrimiremos como argumentos de recomendación el que tu madre, la abuela Pepa, ya legó en su día a estas mismas monjitas y por Torreperogil (Jaén), junto a nuestro pueblo, algún mueble de época para la recepción de su pobre residencia”.

Pues bien, casi temblando como colegiales acudimos, para tener que oírnos por parte de la “monjita seleccionadora”:  “Ah, ah… oiga, me gusta su señor padre. Y, además sabrá que nosotras no cobramos nada, bueno, solo el 80% de su pensión”. Quedó en llamarnos hace ya casi veinte años. Craso error el de mi presentación lastimosa, pensé luego, habiendo llegado a mis oídos como había llegado la “leyenda o relato popular” de que, como dice el refrán, un buen porte y unos buenos modales podían abrir puertas principales, y más aún si había insinuaciones de posible herencia a la vista. Siempre In majoren Dei gloriam, entiéndase, faltaría más.

En la desesperada espera nos encontrábamos cuando tuvimos la suerte de que una emprendedora amiga y paciente, me ofreció su residencia Catedral recién inaugurada, con todas nuestras soñadas necesidades cubiertas.  Sin embargo, años más tarde a mi buena amiga le vino el agotamiento y casi desfallecimiento, que no sabiendo cómo descansar de aquel agotador trabajo en el que se había embarcado, decidió traspasarlo a unos mozalbetes mucho más preparados para llevar cualquier granja de cualquier cosa. Pero nuestro pobre padre, aún supo aguantar un poco a aquellos desabridos y ásperos personajes, aunque solo fuera por ver sus atormentadas vidas, sin vocación de servicio alguno a los demás. Así es que viendo lo que nunca me hubiera gustado tener que ver en mis visitas de cada tarde, opté por denunciarlo al organismo responsable de la DGA, como por ejemplo la siguiente lindeza, en aquel ambiente hosco y deprimido de la sala común de estar.

  • A ver, abuelo, ¿dime?
  • ¡Abuelo de mis nietas so cabronas! 

Al mismo tiempo que veía a alguien sangrando porque se había caído entre sus varios escalonados niveles sin apenas vigilancia.

Pues bien, a la DGA, le faltó tiempo para contestarme lo que supondrá… que no habían encontrado fallo alguno y que hasta ningún residente les había manifestado nada a favor de mis alegaciones. Ay, nuestros pobres mayores siempre callados como ovejas y por miedo a los ladridos del perro. Y comencé de nuevo el Vía Crucis de localizarle un nuevo alojamiento, tras ver las interminables listas de espera de los escasísimos centros oficiales. Mientras y por el contrario, podía ver a los patéticos políticos y sus aún más patéticas obras faraónicas: palacios de deportes, de congresos, ruinosos aeropuertos de a 7.000 millones de las antiguas pesetas… o lo que hiciera falta, tan ajenos ellos a las necesidades del sufrido pueblo de Dios, que son las auténticas y reales necesidades de nuestros mayores con arreglo a la medida de su dignidad y esfuerzo.

Fue terrible verlo envejecer y demenciarse poco a poco durante los ocho últimos años de su vida. Dejado él, como el resto de los residentes, en brazos de la vigilancia y cuidados de la familia. Ellos, la generación que había puesto a nuestro país donde está, son dejados a los pies de los caballos.

Ahora que nuestros político no van al Congreso ni al Senado, deberíamos habilitarles becas Erasmus a los responsables de la Tercera Edad para que fueran a Holanda o Alemania, por ejemplo, a aprender y saber gestionar sus vidas en el futuro con toda la dignidad y el respeto del que deberían ser acreedores. Esta mañana leyendo a Francisco Giner de los Ríos me encontré esta guinda final: “el día que España esté a la altura de su paisaje…” y el de todos sus ancianos, acaba pensando y deseando uno. 

 

Luis Manuel Aranda

Médico- Otorrino