LA JUBILACIÓN MÉDICA
Tiene los mimbres de la propia vida. Hecha de vivencias
agridulces, posiblemente tan diferentes entre sí, que de su buena o mala
condimentación previa, puede resultar desde un liberador estofado a la pérdida
del cielo en la propia tierra.
Los médicos también podemos acabar de la misma manera,
tras completar bien una vida llena de auténtico significado, tratando y
resolviendo los problemas de gentes más o menos necesitadas, o por el
contrario, liberados, decía, si se ha tenido la desgracia de ejercer en un
pequeño horno existencial, de esos que llegan a quemar, ya por presión
asistencial, por falta de tiempo o medios, por los riesgos inherentes a la
especialidad, neurocirugía. por ej., o incluso por algo más elemental, por
haber tenido que llevar colgado de la chepa, todos los días, al incompetente y
digitocrático compañero político de turno, más proclive al estudio del
coste-productividad-efectividad y a mirar por encima del hombro a los
camaradas, que a estar tras las crudas tragedias humanas o el estrés quirúrgico
de los demás, los auténticos sufridores de la Cosa. Algo que hicieron, sin
duda, y salvo honrosísimas excepciones, por no tener talla, implicación o
empatía capaces de conmoverse de continuo con los pequeños o grandes problemas
de sus pacientes…los usuarios, como despectivamente les gusta llamar
últimamente, mientras la mayoría de sus compañeros prefirieron desde siempre
quedarse al pie del cañón y pensando, divertida y desdeñosamente al verlos, en
el viejo y certero refrán…”herradura que chacolotea, clavo le falta”.
Pues bien, bocetadas las dos posibilidades existenciales
de ser médico, ahora sólo quiero pensar en aquellos compañeros que han
disfrutado del inmenso placer de ser hombres prácticos resolviendo de continuo
los problemas que realmente ayudan a vivir mejor a los demás, ya teniendo que
tomar decisiones vitales, como comunicando malas/buenas noticias con la mayor
humanidad y sensibilidad posibles, ya preocupados además por superar toda la
ansiedad y estrés inherente al duro y diario ejercicio y que han vivido muy en
serio toda la vida para hacer cosas muy serias, mientras veían a su alrededor
la eterna dejación y dejación de responsabilidades en todas las luchas no
luchadas tanto por parte de la Administración sanitaria como del propio Colegio
profesional, capaz, eso sí, a toro pasado, de crear un organismo asistencial
para tratar y socorrer específicamente al médico quemado o adicto a las mil
cosas a las que puede conducir la mala o estresada vida profesional, cuando
previamente ni han sabido ni querido prevenir nada en una lucha que pudiera
haber mejorado las condiciones de un digno y remunerado ejercicio. Su única
justificación legal y ética.
Microtraumas todos ellos que al fin y a la postre han
existido como marginales a nuestras esencias hipocráticas y que con pequeñas
tiritas en el alma las hemos ido sobrellevando, de la misma manera que hemos
crecido desde siempre con la idea de que se nos puede querer, pero que a la
vez, el sentimiento tiene una clara ambivalencia…se nos desea no volver a
vernos nunca más (que del médico y el mulo, cuánto más lejos, más seguro, dicen
por mi andaluza tierra).
Valgan todas las pinceladas previas para acabar ahora con
el cuadro final que nos ocupa, el de la cruel, inevitable y fatídica realidad
de la forzosa jubilación. Palabras, pensadas y dichas en homenaje a mi
compañero y amigo del alma, el Dr. X, con alma galénica hecha de los mimbres
antedichos y que ha dedicado toda su vida profesional de especialista a la
estricta ciencia oficial, llegando incluso a dirigir de continuo tanto tesis
doctorales como esforzados y valiosos proyectos de investigación. Pues bien,
quince días antes de cumplir la edad de jubilación, recibió la famosa carta ,
comunicándole la rotura oficial de todos los puentes, de todos sus vínculos
emocionales y profesionales con pacientes y lugar de trabajo. Diciéndole,
vamos, que se considerase amortizado, y que por tanto, tanto las tres tesis
doctorales que dirigía, como los dos proyectos de investigación que llevaba
entre manos, que muy bien, que les importaban un rábano.
Y mi amigo pasó unos días terribles, como esos pacientes
que considerándose terminales se aferran desesperadamente a la esperanza, a su
continuidad, sencillamente porque, cosas de sabio, había olvidado que era tan
mortal como el resto, absorto como vivía en trascenderlo todo en su quimérico
viaje vital de excelencia y sobreesfuerzo personal y profesional. En su
personalísimo calvario, en la travesía personal hacía la nada, hasta hemos
tenido tiempo para las bromas y la ironía, antes de emigrar, de salir.
Hace poco me decía, Luis, ya ves, los médicos hacemos una
singladura vital inversa a la política. En ella, cualquier chiquilicuatre puede
acostarse siendo un perfecto Don Nadie, para levantarse al día siguiente siendo
un atildado Congresista, mientras nosotros, ya ves, pasar del ser al no ser
sólo depende de correos. Y hemos hablado, como no, de que la dichosa carta, con
su cruel toque de clarín, anunciador de que hay que cambiar de tercio, no hace
sino invitarnos a retirarnos a los corrales, a nuevos libros, aficiones y
menesteres, que nos hagan olvidarnos pronto del lugar de trabajo, a donde si
vuelves, ya puede que nadie te salude, conozca o sonría, aunque siempre puede
quedar el recurso de dejar en su puerta y por la noche un ramo de flores sobre
la tumba de tantos sueños y gratos recuerdos, como por ej.:
el de la ansiedad y emoción de pasar consulta cada día/
el de la sensación profesional de formar parte de algo importante/ el de las
pequeñas bromas que solíamos gastar a los pacientes para librarles de su estrés
antes de entrar en el quirófano/ el de la jovialidad y entusiasmo que ejercían
sobre nosotros nuestros pacientes con su fe/ el de la intensa euforia del
quirófano, cuando todo había salido bien.
Convencidos, en suma, con el Dr. V. Fuster y el Dr.
Marsh, neurocirujano inglés, Buda y la Biblia, entre tanto y tanto sabio
consejero, de que “la ruta más fiable hacía la felicidad personal es y ha sido
hacer felices a otros”.
Posdata: Mi amigo, el Dr. X, médico y avezado navegante,
siempre me comentaba una máxima griega mientras navegábamos antaño en su
Coronado por las Baleares…”navegar es necesario, vivir no lo es”; por eso, ahora,
no ha dudado en seguir ejerciendo en un hospital francés en donde han sabido
valorar y aprovechar toda su ciencia y experiencia. Y próximo a los Pirineos,
todas las mañanas, tras levantarse, no es capaz de comenzar la jornada sin
abrir previamente la ventana para saludar a su querido y próximo país, mientras
practica un liberador, íntimo y sonoro corte de mangas que pueda llegar hasta
el Ministerio de la exMato, aquella pintoresca persona que desconocía como
habían podido llover los Jaguar sobre su garaje.
Luis Manuel Aranda
Médico- Otorrino
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