miércoles, 27 de agosto de 2008

LA DECREPITUD

LA DECREPITUD
(Dícese de la edad muy avanzada)


D. Segismundo era un añoso funcionario de alto nivel que vivía en una residencia de la Certera Edad. Un caballero cuya divisa siempre fueron los buenos modales y el honor. Casi un eco del pasado, lleno de dinero, pero ya sin ilusión alguna, que achacaba sus casi cien años a lo bien que había sabido dosificar sus emociones, ni excesivas ni ralas.

Siempre había proclamado desde su jubilación, una repetitiva e ingeniosa frase personal que era su catecismo: “voy a intentar descubrir lo que vivirá un Segismundo bien cuidado”.
Desde entonces, como había sido un organizador acostumbrado a liderar hombres, y ya que tenía tiempo, tomó con ahínco las riendas de su propia conservación.
Sabía que las tortugas disfrutaban de una larga vida e intuía que era debido a sus lentos movimientos, así es que decidió no hacer más ejercicio físico que el estrictamente indispensable. Y eso, unido a que todos los días leía a Nietzsche, como entusiasta que era del culto a la energía del espíritu, le permitía tener una cultura que le proporcionaba una armoniosa convivencia con los compañeros y hermanitas del centro. Él daba órdenes y los demás le obedecían complacidos. Y es que la herencia andaba de por medio.
Pero un buen día, y sin previo aviso, como si de un ataque de alergia se tratase, apareció en su cabeza una extraña sensación. Comenzó a sentirse extraño, extranjero en su propia casa.
- “Monja... ¡es Ud. más mala que Indalecio Prieto y Santiago Carrillo juntos!” vociferó en actitud energuménica a la hermana Marina, mirándola con los precavidos ojos de un enemigo.
Y a partir de entonces, comenzó a ser un desgraciado rencoroso. A invertir todo su tiempo en hacerse mala sangre y en hablar en voz alta de todo lo que debería haber hecho en la vida y no hizo. Así como a intercambiar con los demás solamente lamentos y gemidos, mientras se llenaba de apatía e indiferencia, buscando cualquier ocasión para dar un infantil pataleo. Con la sola ilusión de esperar despierto al amanecer de cada día, como única certidumbre de que no todo era oscuro dentro de su pobre cerebro, una auténtica maraña de confusiones que sólo le servían para interpretar delirantemente la realidad y para mantener una actitud de recelo y desconfianza constante hacia todos los demás. Sintiéndose, en definitiva, como si le hubiera caído un piano encima de la cabeza.
La contrariada hermana me contaba el episodio y confirmaba que desde aquel día a D. Segismundo le había abandonado su espíritu. Parecía endemoniado.
Debía ser por aquello de la enfermedad de las vacas locas, que decía la tele, pensaba ella.
Y como fruto de aquella terrible pérdida, todos los días podía observarlo con lágrimas en los ojos, como si sólo hubiera humillación y miseria en todas sus horas. Era como un adulto pequeñito, necesitado solamente de caricias y golosinas, preocupado nada más que por sacar sus rencores fuera y maldecir a un lejanísimo vecino de infancia que le amenazaba y le privó de una adolescencia feliz... ¡qué cosas, D. Luis!
- “Hermana, la vida es así, como el palo de un gallinero, que dicen los argentinos: corta y llena de...” – Pero no se me desmoralice, mujer, que aún nos debe quedar un resquicio para la esperanza. Que no todo acaba con igual patetismo.
Todos hemos conocido a personas centenarias de extraordinaria lucidez, le respondía yo. Y recordaba una cercana experiencia personal vivida durante una urgencia domiciliaria.
- Oiga, Sr. Médico, no me ingrese en el Hospital, que yo ya me he comido la paja que tenía que comerme! Y además, ¿qué mal le he hecho yo a Ud. para que me haga esto? Déjeme morir en casa, que tengo 92 años.
- ¡Ni que el Hospital fuera el cementerio!, le contesté.
- Es verdad, oiga, que no es el cementerio, pero es lo más cercano a eso que hay en esta ciudad, terminó diciéndome.
Y uno se acuerda inevitablemente de cómo el hospital de Úbeda y su cementerio, por ejemplo, podrían coincidir perfectamente con la anterior y sabia observación.
Qué humor y lucidez. Acabé riéndome junto a toda la familia, celebrando su ocurrencia y el que Dios le hubiera conservado “la cabeza de un quinto”, que decían los hijos.
Ante eso, decidimos al unísono, concederle el último deseo... una buena calidad de muerte, allá entre los suyos, en casa, como él quería, mientras la esperaba con la puerta entreabierta, hecho todo un Señor y con un notario al lado, escribiente de sus deseos, nada menos. Entonando una vieja y caústica oración que algún día leyó: “Dios mío, anestesiame en la hora de mi muerte, igual que a otros has anestesiado de por vida”.
Monja y médico, acabamos aquella guardia hablando de todas estas trascendentes cosas y de cómo envejecer era retirarse gradualmente de las apariencias (Goethe).
Hace dos siglos, la vejez se iniciaba a los 35 años y sin embargo, dentro de 10 años, en Francia, los mayores de 60 años constituirán casi el 30% de la población. Y es fácil vislumbrar que en un futuro no muy lejano, media humanidad deberá de cuidar a la otra mitad.
¿Hacia dónde vamos, con nuestra esforzada pretensión de conservar la vida con medidas heroicas, empleando los extraordinarios y costosísimos medios para mantener viva “nuestra carne, esa envoltura llamada cárcel” (Sta. Teresa), una vez desprovista del necesario aliento vital, tras haber perdido su sentido y su finalidad espiritual más esencial?
Difícil y tabú asunto que constituye uno de los más grandes y polémicos dilemas que la sociedad y la medicina aún tenemos planteados.




Luis Manuel Aranda
Médico-Otorrino

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