martes, 19 de agosto de 2008

INIQUIDADES

INIQUIDADES


Terribles cosas pasan diariamente en nuestro país, provocadas casi siempre por hombres que se habían unido en pareja, pensando como muchos negros en África, que la mujer debería de ser algo así como su tractor. Lamentable filosofía, hija de la falta de sensibilidad, de educación y de prepotencia masculinas, tan comunes por estos lares. Todos sus vecinos y amigos lo veían venir. Percibían la incubación de la futura tragedia cuando aquel individuo, en el bar de la esquina, oyendo por la tele el asesinato de alguna pobre mujer a manos de su esposo, siempre mascullaba lo mismo... “algo le habrá hecho, nadie mata a nadie porque sí”. Quedándose tan pancho tras el exabrupto, como liberado, con cara de justiciero, capaz de justificarlo todo, puesto que consideraba estar padeciendo un parecido calvario.

Había pasado de tener una vida normalita, de aquellas de ir tirando, a ser un desgraciado marido, con una vida triste y llena de celos hacia sus hijos, amantes únicamente del cariño y de las atenciones de su madre. De celos y de envidias hacia aquella mujer de hierro que siempre acababa por resolver y salir adelante en los momentos más negros de la familia. Hacía años que había decidido acabar rindiéndose, ante la avalancha de impertinencias lanzadas en su contra, perdido los papeles, en suma, pasando de ser un convidado en la casa materna a ser algo así como una esponja diariamente empapada por el continuado goteo de desdén e infravaloración ajena. Sintiéndose siempre como un mandao, él, que tan flamenco había sido durante el noviazgo y los primeros años de su matrimonio. Años que añoraba todos los días, ahora que sólo pensaba en sobrevivir, rodeado de tanta iniquidad, de tanto maltrato psíquico y de tanto acoso moral permanente por una esposa en continua perorata...

-Tú te callas, Honorato, que no dices más que tonterías
- Ni sabes cocinar, ni limpiar, ni nada de nada. Vamos, como tu padre, un desastre
- Saca al perro, anda, que ya te lo he dicho tres veces. Qué no me oyes, ¡sordo!
- Y el sagrado mandamiento del matrimonio, ese, me lo vas a administrar cuando yo te diga!

Cercenadora convivencia en el cruel día a día. Persistente goteo que acabó, como comprenderán por destruir a nuestro personaje. Amargó y corroyó su existencia, convirtiéndolo en un hombre menguado, transido, en un alma en pena, deshecho por su sentida inferioridad.
Ya saben que el odio suele triunfar allá donde no puede triunfar el amor, y como él había oído que donde no se encuentra amor se había de pasar de largo, harto de no ser querido, lo único, decía, por lo que merecía la pena vivir, decidió acabar con todo, ya que su convivencia hacía tiempo que había dejado de cimentarse sobre una ilusión compartida. Se había quedado sin fuerzas, mejor dicho, sólo le quedaba fuerza física y mucha neurosis obsesiva, huérfano de su antigua autoestima y de fuerza moral alguna.
Así de mal se encontraba, cuando ahogando sus penas en el bar de siempre, y con lágrimas en los ojos, un amigo de la infancia y de tapeo, a los únicos que pueden hacerse confesiones parecidas, le comentó que su mujer le había pegado.

Era ya lo único que le quedaba admitir como posible para perder la última y pequeña dignidad que creía aún conservar, la gota de agua que colmaría su llenado vaso y que le impelió a tirarse al profundo e indulgente pozo, capaz allá en su pueblo de Andalucía de paliar tanto la sed del cuerpo como la sequedad del alma. Pero antes, decidió llevarse por delante a su monográfica y monotemática esposa, como solía desdeñosamente adjetivarla en el bar de marras. A su santa, mujer ejemplar y fuerte, como casi todas las mujeres, pero merecedora de un escarmiento físico, según su enfebrecida mente, ya que eso, era lo único en que podía aventajarla.

Valga para explicarles, si me lo permiten, una historia cualquiera de tantas y tantas pobres gentes que viven en medio de una terrible esquizofrenia, y que actúan de forma autodestructiva, con un comportamiento sorprendentemente agresivo. Porque no solamente no se sienten felices sino que encima les han hecho creer, para su mayor sufrimiento, que la felicidad es una vecina que siempre vive en el piso de arriba.




Luis Manuel Aranda
Médico - Otorrino

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