martes, 19 de agosto de 2008

De la dermopatía al escozío


De la dermopatía al escozío
(O del lenguaje médico)

A todos aquellos compañeros médicos
que un buen día decidieron
hacer del lenguaje sencillo
una herramienta curativa.

D. Antonio había sido un médico muy leído durante sus años de licenciatura,
cosa normal por aquellos años. Tanto como interesarle la anatomía y la fisiología, le
interesaba el alma humana. Y como Freud había sido contestado por sus discípulos, él ya dudaba sobre si sería la sexualidad o el instinto de poder lo que realmente movería al mundo, así es que decidió dejar esas farragosas y sesudas disquisiciones para los demás, prefirió no navegar por aquel alborotado mar lleno de incertidumbres, para recurrir a una serie de referentes médicos y literarios que le construyeran su capacidad curativa basada en la palabra, sus artes de sanador en el futuro, convencido como estaba de que si el 80% de todas las enfermedades podrían tener un origen psíquico, entonces era de simples quedarse solo en el tedioso estudio de aquellas otras simplezas fisiológicas anormales, que según creía, no eran sino el último eslabón o consecuencia de cabezas más o menos desordenadas por el inevitable desorden de la vida. Puso todo su empeño en leer al gran Maimónides, aquel que curaba más como rabino que como médico, y de él aprendió que la primera ley para un médico debía de consistir en cumplir con los sagrados deberes de humanidad, de los que el primero era siempre el mantenimiento del confort espiritual de sus pacientes, y aunque no llegaba a probar como él, con la propia lengua la orina de ellos para ver si podía estar dulce, si que creía firmemente en las propiedades salutíferas de la suya, de su verbo .


Con Marañon, otro gran médico y escritor, aprendió que para el enfermo,
entender lo que le pasa es siempre el primer paso hacia su curación, así como también
aquello otro de que el médico debería de interponer siempre una muralla de respeto
entre él y sus pacientes.

Pensaba, tras formarse, aplicar todos sus conocimientos con un único fin: ser lo
más útil posible a sus pacientes, más con las simples palabras que con los indeseados
efectos secundarios que conocía ocasionaban todos los nuevos potingues que la
moderna farmacopea iba poniendo a su alcance. Curar literariamente, vamos, como
Josep Plá, un escritor coetáneo, le había enseñado también. Por ello, intentó
esforzadamente leer entre examen y examen para educarse en el lenguaje más culto y
técnico posible, convencido de que la palabra fue siempre la mejor intermediaria, el
mejor diplomático y la mejor Celestina del mundo. De forma que cuando encontraba
algún latinajo oportuno, tipo primum non nocere, por ejemplo, los iba guardando en su disco duro como joyas que consideraba deberían serles imprescindibles en su futuro adorno y praxis médica. Los repetía y repetía, incluso en sueños, para grabárselos a fuego, junto a aquello otro de Machado: ... "Algunos desesperados /sólo se curan con soga/ otros, con siete palabras/ la fe se ha puesto de moda".

Y como sentía un respeto casi sagrado por la profesionalidad en su trabajo,
nunca llegó a dudar de que debería ir por la vida con cara de médico sabelotodo,
acompañado siempre de un kit consistente en traje oscuro, zapatos limpios y fonendo al cuello, aparentando ir siempre sobrado, decía él, que un médico pobre no dejaba de ser un pobre médico, según Hipócrates le había dicho. Palabras y kit como elementos
básicos de su quehacer, creyente como era mucho más de sus buenas palabras curativas que de la real capacidad de su ciencia, aunque intuyó también, como años atrás escribiría Isabel Allende, que las palabras no son tan importantes cuando se entienden las intenciones, cosa tan fundamental, como sabemos sobradamente, en el lenguaje y comunicación hombre-perro.

Acabó obsesionándose, en suma, con el culto al lenguaje y con la reverencia
hacia la palabra culta, creyendo siempre de muy buena fe, como le habían enseñado,
que la palabra justa y adecuada en medicina era el mejor de los estupefacientes. Y preso quedó, finalmente, sin apenas percibirlo, de su rebuscado vocabulario, en el que se refugiaba como otros se refugian en cualquier tienda ordenada de ultramarinos cuando ya no pueden soportar el desorden de la calle o de su propia vida.

Con los mimbres anteriores construyó el bueno de D. Antonio el cesto de su
humanista formación, imprescindible, según él, para ir saliendo adelante en su futuro.

Para no tener que rendirse, como había tenido que hacer años antes D. Pío Baroja,
médico en Cestona.

Y un buen día, para desintoxicarse del ámbito universitario y olvidar a más de un
cabrito y malnacido profesor, heredero de la cátedra de su padre y más dado a complicar la vida a los demás que a intentar hacérsela lo más agradable posible, decidió sumergirse de hecho en la realidad de ella. A probar si los bíceps de sus tecnicismos y palabras esotéricas tenían los efectos beneficiosos que le habían mostrado. Pidió destino como médico rural en cualquier pueblo de nuestra montaña, tan pobre, tan pobre, que como decían aquellas miserables gentes, por no tener, no tenían ni ideas, por lo que disfrutaron de la inmensa suerte de pasar la guerra, tal vez como compensación divina, felizmente, sin pena ni gloria, en medio de aquella España fratricidamente dividida.

Cosa que constituyó el gran orgullo de todos ellos en el futuro.

Ya, en su primera noche rural, y para abrir boca, se encontró como si estuvieran
esperándole, atendiendo a su primer e inesperado parto, a la luz de varias velas. Parto,
cuyo padre había tenido la desgracia de morir tres años antes, según la sufriente
parturienta le relató, mientras nuestro médico sonreía entre gota y gota de su miedosa
sudoración. Y afanándose estaba, mientras le preparaban toallas y agua caliente en
hablarles, en explicarles, a las comadres asignadas como apoyo, de las sucesivas
secuencias que irían apareciendo, como período de dilatación primero y período
expulsivo final, cuando una de ellas, con una flor en un vaso, respondió..,
Tranquilo, D. Antonio, que hasta que esta rosa no se abra, no se abrirá ella.

Mientras él, en medio de ese paradigma, pensaba en la ignorancia atávica de las
gentes, como la gran fábrica de elaboración de mitos.

Aún apenas había descansado ni repuesto de la sorpresa del parto, cuando en la consulta volvió a toparse con la cruda realidad que le esperaba: la repleta sala de espera, con las inevitables ansias por conocer al nuevo médico, como era de esperar, propias de gentes que jamás solían tener novedad alguna en sus vidas; y ya en la línea de salida, con el aparato presto de tomar la atención, como decían, una apresurada paciente abrió la puerta, colándose, para decirle:

- Don Antonio, que mi Juanjo no puede andar, que vaya aluego a verle, que tiene los
ojos-de-abajo hinchaos. Y tras tomarle la dirección, la inquirió:
- Y esos ojos, ¿cuáles son?, a lo que la balbuceante pobre mujer contestó:
- Pues, pues... ¿cuáles van a ser?, pues esos... los, los, los... OJONES,

entre la sonrisitas y las miradas al techo de los que esperaban su tumo. Menudo comienzo, pensó el bueno de Don Antonio.

A los pocos días, otra increíble sorpresa le esperaba: hablando en plan freudiano con
otra paciente, que estaba "de los nervios", según ella, le dijo:

- Pues con los problemas que tiene usted, señora, tendríamos que buscar y hablar
tranquilamente con su inconsciente, a lo que le contestó la afligida señora:
- Si es que mi marido, Don Antonio, no podrá venir, que está muy trabajao.

E inmediatamente nuestro médico, anotó en una ficha, con rabia y vengativamente su
nombre, como hacía siempre que tenía que definir a un cliente en términos-guía de
identidad profunda: Paciente UNC (con una neurona calcificada), intentando
estigmatizarlo para siempre.

A otra paciente, afectada también de angustia vital, como casi todas aquellas
miserables gentes, le dijo que tenía una neurosis, una especie de disfunción psíquica,
mientras ella acabó preguntándole a su vez:

- Don Antonio, y eso... ¿es bueno o malo? y ¿eso es estar de los nervios?

Otro día cualquiera , otra clienta le pidió un volante para el culista, el médico de los
ojos, porque tenia que operarse de carcoma. A lo que Don Antonio, indignado
finalmente, la increpó sin sensibilidad alguna, mientras veía como aquella se sentía
profundamente avergonzada:
¡Señora, que se dice cataratas, que no saben ni hablar!

Tras aquel enfado innecesario, comenzó a poner en marcha su resortes psicológicos, para acabar dándose cuenta de que se sentía realmente incómodo, vamos, como una gallina en corral ajeno, sin conexión verbal inteligible alguna con su entorno, mientras que lleno de puñeteros, ocultos y callados celos, comprobaba como Don Saturnino, el practicante, bruto como el solo, sabía hilar sus siempre escuchados consejos y consolar mucho más sabiamente que él, por lo que los mejores huevos y verduretas de todas la huertas iban para su siempre pletórica mesa. Bueno, para él y su mujer, la Isabelita, que cuando él se puso de dentista, era tan fornida, que bloqueaba al más fuerte y odontálgico de los pacientes, como el mejor de los anestésicos, evitándoles la miedosa huida, y eso no tenía precio alguno. El practicante, un presuntuoso hombre, dueño de un insultante coche, todo un "haiga ", que no pegaba a un practicante, porque era coche más bien de especialista de la capital, según sus pobres vecinos. Tal era su ascendencia y prestigio, que raro era el día en que cuando le enseñaban las recetas de Don Antonio, rifo solía decir al interesado, engolando el gesto:

- Eso, eso, que te ha recetado, no sirve pa 'na, yo que tú la rompía, mientras
ponía el otro ojo en la posible aparición del médico, conocedor agudo del justo
bastonazo que se estaba ganando, de aparecer aquél. Y las gentes le obedecían. Don
Saturnino era así, convencido siempre de que era preferible ser temido a ser
compadecido. Ufano de que le llamasen Don Don., puesto que nada más llegar años
atrás a aquel perdido pueblo, su empingorotada señora se encargó de propalar la especie de que su marido no era un practicante cualquiera, porque además era maestro, tenía una segunda carrera, cosa que facilitó a sus vecinos la imposición pronta del vanidosote apodo. Y es que "el que de piojo pasa a liendre, da unos picazos que enciende", decían sus
chungos vecinos, conocedores de su humilde linaje.

Don Antonio, sagaz como él solo, harto de reflexionar, cayó en la cuenta, a
fuerza de examinar su actitud y comportamiento verbal, que su terminología médica
culta era un fraude, no servía para curar, mientras que, por el contrario, su practicante,
sabía compartir sabiamente con ellos las cadenas de un mismo lenguaje. Y si a esto
añadimos el que un día de aquellos, en que andaba meditabundo, el tío Bienvenido, su
cobrador de las igualas y confidente, le comentó que la gente estaba contenta con su
saber hacer, porque daba como ningún médico anterior lo había hecho, la cifra máxima y la mínima de la tensión, pero que no estaban contentos del todo, porque aunque sabía hablar muy bien, no entendían lo que quería decir, acabó comprendiendo, finalmente, que el manejo de un lenguaje popular, sencillo, era tan necesario a su oficio como la pastilla de jabón al baño. Se dio cuenta, en suma, que todo intercambio de palabras que no se aliñara con el aceite virgen de la palabra inteligible, acababa siempre teniendo un sabor insípido.

En adelante, se propuso el aprendizaje de una pazguata terminología, como esta:

- Felisa, mujer, no se queje de su viejuz, que las hay peores.
- Bienvenido, hombre, haga bondad y camine.
- María, tranquila que la sangonera (versus hemorragia profusa) del nene, no
tiene cuidado.
- Macario, descansa bien, hombre, pa' quel celebro no te trabaje tanto.
O bien, - ¡vaya lengua jasca (v. áspera), que tienes, Valentín!, tranquilo,
hombre, que aún no hueles a ciprés (v. a cementerio), que no tiene importancia, que el
dolor en el garganchón (v. faringe), es por las pipas que te comiste ayer, que te vi.
- Felipa, póngase esta pomada para el escozentor (v. escozor) si le duele en la
parte bajera, cuando su marido le administre el sagrado sacramento del matrimonio.

- Tranquila, Rafaela, que la ciencia está haciendo todo lo humanamente posible, le
decía aún antes de haber visto a su enfermo padre y mientras liaba un cigarrillo de
picadura en el umbral del dormitorio.
En otra casa, comentó un buen día: - ¡No me gusta el enfermo!, ante lo que algún hijo,
falto de un hervor, según sus vecinos, le contestó el pobrecillo:

Pues no tenemos otro, Don Antonio.

Y entre frases contundentes del tipo de las anteriores y una nueva terminología:
Astrosis (v. artrosis), Cojonivitis (v. conjuntivitis), Tigretol (v. Tegretol), o Hernia fiscal (v.
hernia discal), por poner algunos ejemplos, se fue construyendo, un vocabulario
propio, a la medida de lo que iba observando, porque tenía realmente la lamentable
impresión de ser un médico a medio hacer, y lo hizo practicándose con constancia como una lobotomía psíquica prefrontal para poder entender y conectar con su queridos
pacientes.

Y con parecida perplejidad a la que se observa en un entierro, por ejemplo, fue
comprobando poco a poco, como en la medida en que iba simplificando su lenguaje
hasta casi rozar la nada, pasó de ser respetado por su profesión y sabiduría a ser querido,
tras haber esforzadamente traspasado el umbral de sus almas con la palabra que ellos
sabían comprender. Y es que en los ambiente no cultos, la gente dice lo que piensa sin
importarles un pepino el que dirán, educados ellos en la escuela de la vida, de la
sencillez.

Acabó por entender que la cultura literaria era para él más una carga que un
orgullo, no sin recordar aquello que Chesterton le había enseñado: "He visto la verdad y no tiene sentido seguir por ese camino", por lo que decidió guardar su ampuloso
lenguaje para las ocasiones en que hablase con el médico del pueblo vecino, que andaba
celosete viéndolo como un competidor joven y sagaz en la suprema actividad que le
había permitido ganarse holgadamente la vida hasta entonces sin complicaciones. Pasó, en suma, de tener un gesto preocupado, típico de quien ve que en su trabajo no consigue todo lo que desea a disfrutar de una alegría y un optimismo desbordante, fruto no solo de su más suelto, cómodo y humanizado lenguaje, sino también de la aplicación, a la vez, de
remedios y consejos de salud tan satisfactivos como eternos. Comenzó a hablarles
insistentemente a sus pacientes de que no había nada para conservar la salud como los
doctores Dieta, Tranquilidad y Felicidad, los pilares básicos y fundamentales de la
auténtica salud.

Y no conforme con todo lo anterior, para tenerlo más presente, como
recordatorio, todos los minutos del día, aún colocó un cuadro en su consulta con unas
palabras del gran profeta-poeta Isaías: "Dame Señor, una palabra de inspirado, para
dar ánimo al afligido", convencido, finalmente, tras su salutífero descubrimiento, de
que en el cielo, como alguien había dicho, debería de haber un lugar para los mansos de corazón, para la gente humilde.

Con el tiempo, como decía antes, D. Antonio fue recogiendo con alegría, los
frutos de su hallazgo, entre los que estaban no sólo el uso de la palabra sencilla sino el
aprender a abrazar más que a hablar ante las tragedias ajenas, convencido de que las
palabras ante el dolor, de poco sirven. A abrazar y a sonreír, coincidiendo con Rabelais, el gran médico y escritor francés en que "las personas sencillas y alegres... curan", o al menos, consuelan y ayudan a bien enfermar y morir mejor, que decía al cabo de su feliz aprendizaje el bueno de D. Antonio. Filosofía que siempre intentaba resumir, cuando se ponía trascendente, hablando con los demás de sus experiencias galénicas por esos pueblos de Dios:

- En Medicina, es fundamental comprender a los enfermos y hablarles con sencillez, porque sólo así, amándoles y haciéndose entender por ellos, uno siempre acaba por comprenderse, por consolarse y por no acabar quemado..

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