LA DECREPITUD
Diario del Altoaragón
1-marzo-99
Don Segismundo era un añoso funcionario de alto nivel que vivía en una
residencia de “la certera edad”. Un caballero cuya divisa siempre fueron los
buenos modales y el honor. Casi un eco del pasado, lleno de dinero, pero ya sin
ilusión alguna, que achacaba sus casi cien años a lo bien que había sabido
dosificar sus emociones, procurando siempre que ni fuesen ni excesivas ni
ralas.
Siempre había proclamado desde su jubilación una repetitiva e
ingeniosa frase personal que era como su personalísimo catecismo: “voy a
intentar averiguar lo que vivirá un Segismundo bien cuidado”.Así es que desde
entonces, como había sido un organizador acostumbrado a liderar hombres, ahora
que tenía tiempo, había tomado con ahínco las riendas de su propia
conservación.
Sabía que las tortugas disfrutaban de una larga vida que era debido a
sus lentos movimientos, así es que decidió no hacer más ejercicio físico que el
estrictamente indispensable. Y eso, unido a que todos los días leía a
Nietzsche, como entusiasta que era a la energía del espíritu, le permitía tener
una cultura que le proporcionaba una armoniosa convivencia con los compañeros y
hermanitas del centro.
Sencillamente, él daba las órdenes y los demás le obedecían
complacidos…que la herencia, por todos conocida, andaba aún en el aire.
Pero un buen día, y sin previo aviso, como si de un ataque de alergia
se tratase, apareció por su cabeza una extraña sensación y comenzó a sentirse
extraño, extranjero en su propia casa, para decir a continuación:
Monja:… ¡es Vd. más mala que
Indalecio Prieto y Santiago Carrillo juntos!, vociferando en actitud
energuménica a la hermana Marina, mientras la miraba con los precavidos ojos
con que solamente se mira a un enemigo.
Y a partir de entonces, comenzó a ser desgraciadamente rencoroso; a
invertir todo su tiempo en hacerse mala sangre y en hablar en voz alta de todo
lo que debería de haber hecho en la vida y no hizo, así como a intercambiar con
los demás solamente lamentos y gemidos, mientras se llenaba de apatía e
indiferencia, buscando cualquiera ocasión para dar un infantil pataleo,
mientras mantenía la sola ilusión de esperar despierto el amanecer de cada día,
como única certidumbre de que no todo era oscuro dentro de su pobre cerebro,
toda una auténtica maraña de confusiones que solo le servían para interpretar
delirantemente la realidad y para mantener una actitud de recelo y desconfianza
constante hacía todos los demás, mientras se sentía, en definitiva, como si le
hubiese caído un piano en la cabeza.
La contrariada hermana me contaba el episodio y confirmaba que desde
aquél día, a D. Segismundo le había abandonado su espíritu, al extremo de
parecer endemoniado.
Debe de ser, por eso de la enfermedad de las vacas locas, me decía la
buena de la Sor.
Y como fruto de aquella terrible pérdida, todos los días podía
encontrarlo con lágrimas en los ojos, como si solo hubiera humillación y pena
en todas sus horas. Era como un adulto pequeñito, necesitado solamente de
caricias y golosinas, preocupado nada más que por sacar sus rencores fuera,
mientras maldecía a un lejanísimo vecino de infancia que le amenazaba entonces
y privó por ello de la felicidad deseada.
¡Que cosas, D.Luis!
Hermana la vida es así, como el palo de un gallinero, que dicen los argentinos:
“corta y llena de…”, pero no se desmoralice, mujer, que aún nos debe quedar un
resquicio para le esperanza, que no todo acaba en igual patetismo, porque todos
hemos conocido a personas centenarias de extraordinaria lucidez, le respondía
yo, mientras recordaba una cercana experiencia personal vivida durante una
urgencia domiciliaria:
---Oiga, señor médico, no me ingrese en el Hospital de San Jorge, que
yo ya me he comido la paja que tenía que comerme!. Y, además ¿qué mal le he
hecho yo a Vd. para que me haga eso?...¡Déjeme morir en casa, que tengo noventa
y seis años!
---Ni que San Jorge fuera el cementerio, le contesté.
---Es verdad, oiga, que no es el cementerio, pero es lo más cercano a
eso que haya en Huesca, terminó diciéndome.
Que humor y lucidez¡; acabé riéndome junto a toda la familia,
celebrando su ocurrencia y el que “Dios le hubiera conservado la cabeza de un
quinto”, que decían los hijos.
Ante eso, decidimos al unísono concederle su último deseo…una buena
calidad de muerte, allá entre los suyos, en casa, como él quería, mientras la
esperaba con la puerta entreabierta, hecho todo un señor…”que los señores
reciben en casa”, y lo decía con un notario al lado como escribiente de sus
últimos deseos ,mientras entonaba una vieja y caústica oración que algún día
leyó:
---¡Dios mío, anestésiame en la hora de mi muerte, igual que a otros
has anestesiado de por vida!.
Monja y médico acabamos aquella guardia hablando de todas estas
trascendentes cosas y de como envejecer era retirarse constructiva y gradualmente
de las apariencias, según el gran Goëthe nos había enseñado.
Hace dos siglos, la vejez se iniciaba a los trinta y cinco años y, sin
embargo, dentro de diez en Francia, los mayores de sesenta años constituirán el
30% de la población, por lo que es fácil de vislumbrar que en un futuro no muy
lejano, media humanidad deberá de cuidar a la otra mitad.
¿Hacía donde vamos, con nuestra esforzada pretensión de conservar la
vida con medidas heróicas, empleando los extraordinarios y costosísimos medios
para mantener viva “nuestra carne, esa envoltura llamada cárcel”( Sta. Teresa
dixit), una vez desprovista del necesario aliento vital tras haber perdido su
sentido y su finalidad espiritual más esencial? .
Tan difícil como tabú tema que constituye uno de los más grandes y
polémicos dilemas que la sociedad, la ética y la medicina tiene planteados y
que tan difícil abordaje tiene.
Luis Manuel
Médico- Otorrino
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